tanidya
e-mergencista experimentado
El acto de respirar es sinónimo de vivir, ninguna otra función orgánica ha sido tan estrechamente relacionada a la vida, a la enfermedad y a la muerte como la respiración, por eso no es de extrañar que tan pronto empezó el hombre a estudiar la fisiología del aparato respiratorio iniciara los primeros intentos por lograr una respiración artificial. Aunque se encuentran muy ligadas, la historia de la reanimación cardiopulmonar y de la ventilación mecánica –o sea aquella que es realizada por máquinas cuando un paciente es incapaz de llevar a cabo un esfuerzo respiratorio adecuado– pueden ser fácilmente separadas y estudiadas por aparte.
Los siguientes apuntes consisten en tan solo unos adarmes que muestran el desarrollo de una de las tecnologías médicas que más ha revolucionado el cuidado del paciente gravemente enfermo y que frecuentemente es ignorada en los textos y publicaciones de la historia de la medicina.
El primer intento documentado para realizar ventilación mecánica lo llevó a cabo el célebre médico suizo Theofrastus Bombast von Hohenheim, mejor conocido como Paracelso, un verdadero iconoclasta de la medicina de su época y renovador de la investigación médica, quien en 1530 utilizó un tubo colocado en la boca de un paciente recién fallecido para insuflar aire con un fuelle.
En 1763, Smillie logró colocar un tubo de metal flexible en la tráquea por vía transoral y utilizó su propio aliento para aplicar la presión positiva necesaria para producir los movimientos respiratorios; nueve años más tarde, John Fothtergill, médico inglés conocido por sus estudios sobre la neuralgia del trigémino y la publicación de un folleto sobre la difteria, sustituyó la técnica de soplar el aire al emplear de nuevo un fuelle, pero sin usar para ello procedimientos invasivos (la traqueostomía no sería desarrollada hasta el siglo XIX, en respuesta a la obstrucción de la vía aérea producida precisamente por la difteria y a Napoleón Bonaparte, que ofreció una recompensa en metálico a quien descubriera una forma efectiva de combatir esta enfermedad que había matado a su sobrino).
En 1775, John Hunter, celebérrimo cirujano inglés pionero de los transplantes y la investigación médica, desarrolló, para sus modelos animales, un sistema ventilatorio de doble vía que permitía la entrada de aire fresco por una de ellas y la salida del aire exhalado por otra. En 1782, este sistema fue finalmente adaptado para su uso en pacientes humanos.
Cuatro años después, otro inglés, Charles Kite, le realizó dos mejoras importantes: colocó a los fuelles un sistema de válvulas de paso y los construyó de un volumen de aire aproximado de 500 ml, muy cercano al valor normal del volumen corriente respiratorio, que es la cantidad de aire que normalmente se moviliza durante el ciclo de una inspiración y una espiración.
El siguiente paso tecnológico importante lo dio Hans Courtois, quien en 1790 sustituyó los fuelles por un sistema de pistón-cilindro que tuvo gran acogida.
No obstante estos avances en la ventilación a presión positiva (o sea aquella en que la presión del aire o gas aplicado es mayor a la presión de la vía aérea del individuo), los problemas inherentes y derivados de la misma, como adecuado manejo de las secreciones, la infección y la pobre comprensión de la fisiología pulmonar, limitaron su progreso ulterior y desviaron la atención al desarrollo de sistemas de presión negativa (barorespiradores) los cuales, a partir de la década de 1870 y hasta el primer tercio del siglo veinte, se convirtieron en los dispositivos más importantes de la ventilación mecánica pese a no estar extentos de problemas y de tener un manejo básicamente manual y muy engorroso. Su funcionamiento era similar en todos ellos: el cuerpo del paciente quedaba encerrado dentro de una cámara más o menos hermética –con la cabeza por fuera– dentro de la cual se aplicaba una presión sub-atmosférica (negativa) que permitía la expansión del tórax y, al retornar de nuevo la presión atmosférica, la espiración.
Los siguientes apuntes consisten en tan solo unos adarmes que muestran el desarrollo de una de las tecnologías médicas que más ha revolucionado el cuidado del paciente gravemente enfermo y que frecuentemente es ignorada en los textos y publicaciones de la historia de la medicina.
El primer intento documentado para realizar ventilación mecánica lo llevó a cabo el célebre médico suizo Theofrastus Bombast von Hohenheim, mejor conocido como Paracelso, un verdadero iconoclasta de la medicina de su época y renovador de la investigación médica, quien en 1530 utilizó un tubo colocado en la boca de un paciente recién fallecido para insuflar aire con un fuelle.
En 1763, Smillie logró colocar un tubo de metal flexible en la tráquea por vía transoral y utilizó su propio aliento para aplicar la presión positiva necesaria para producir los movimientos respiratorios; nueve años más tarde, John Fothtergill, médico inglés conocido por sus estudios sobre la neuralgia del trigémino y la publicación de un folleto sobre la difteria, sustituyó la técnica de soplar el aire al emplear de nuevo un fuelle, pero sin usar para ello procedimientos invasivos (la traqueostomía no sería desarrollada hasta el siglo XIX, en respuesta a la obstrucción de la vía aérea producida precisamente por la difteria y a Napoleón Bonaparte, que ofreció una recompensa en metálico a quien descubriera una forma efectiva de combatir esta enfermedad que había matado a su sobrino).
En 1775, John Hunter, celebérrimo cirujano inglés pionero de los transplantes y la investigación médica, desarrolló, para sus modelos animales, un sistema ventilatorio de doble vía que permitía la entrada de aire fresco por una de ellas y la salida del aire exhalado por otra. En 1782, este sistema fue finalmente adaptado para su uso en pacientes humanos.
Cuatro años después, otro inglés, Charles Kite, le realizó dos mejoras importantes: colocó a los fuelles un sistema de válvulas de paso y los construyó de un volumen de aire aproximado de 500 ml, muy cercano al valor normal del volumen corriente respiratorio, que es la cantidad de aire que normalmente se moviliza durante el ciclo de una inspiración y una espiración.
El siguiente paso tecnológico importante lo dio Hans Courtois, quien en 1790 sustituyó los fuelles por un sistema de pistón-cilindro que tuvo gran acogida.
No obstante estos avances en la ventilación a presión positiva (o sea aquella en que la presión del aire o gas aplicado es mayor a la presión de la vía aérea del individuo), los problemas inherentes y derivados de la misma, como adecuado manejo de las secreciones, la infección y la pobre comprensión de la fisiología pulmonar, limitaron su progreso ulterior y desviaron la atención al desarrollo de sistemas de presión negativa (barorespiradores) los cuales, a partir de la década de 1870 y hasta el primer tercio del siglo veinte, se convirtieron en los dispositivos más importantes de la ventilación mecánica pese a no estar extentos de problemas y de tener un manejo básicamente manual y muy engorroso. Su funcionamiento era similar en todos ellos: el cuerpo del paciente quedaba encerrado dentro de una cámara más o menos hermética –con la cabeza por fuera– dentro de la cual se aplicaba una presión sub-atmosférica (negativa) que permitía la expansión del tórax y, al retornar de nuevo la presión atmosférica, la espiración.