Por Enrique Garabetyan
Si hay una enfermedad que merece recibir algún premio literario, seguramente
es la catalepsia. Comenzó su carrera hace muchos siglos, como inspiradora
de ancestrales terrores humanos, para luego dar origen a simpáticas leyendas
vampíricas. Luego evolucionó hacia la alta literatura, siendo
el cimiento de numerosos cuentos y el condimento de novelas famosas. También,
por supuesto, la excusa de películas baratas. Y lo mejor es que semejante
carrera la realizó sin ser siquiera –técnicamente hablando–
una verdadera “afección”.
La 25ª edición del acreditado Diccionario Médico de Steadman
la define como “un estado morboso caracterizado por la rigidez cérea
de las extremidades, que pueden ocupar diferentes posiciones mantenidas durante
un tiempo. El sujeto no responde a los estímulos, y el pulso y la respiración
se vuelven lentos. La piel se pone pálida”. Basta pensar en semejante
acumulación de síntomas para darse cuenta de lo cercano que esa
descripción se parece a la de la muerte, sobre todo porque son condiciones
que pueden durar un respetable tiempo. Y si le sumamos algunos otros ingredientes,
la idea de confundir un episodio cataléptico con una defunción
hecha y derecha deja de ser algo tan descabellado.
Olor humano
Veamos: cuando este “estado morboso” comenzó su carrera a
la fama, no existían, por supuesto, los electroencefalogramas planos
que pudieran dar una certeza de muerte cerebral. De hecho, fue difícil
para la ciencia imaginar el concepto y la función del cerebro como para,
encima, conjeturar ese moderno tipo de muerte. Durante buena parte de la historia
humana, como herramientas de verificación vital, los médicos o
familiares podían tratar de auscultar el corazón o, mejor, pispiar
si había un hálito de vida acercando un espejo a la boca del presunto,
esperando ver si algún vaho lo empañaba.
Otro componente que aporta a la confusión entre la catalepsia y la muerte
se lo encuentra en un irresistible libro escrito a fines del siglo XIX. Se trata
de Anomalías y curiosidades de la medicina, cuyos autores son George
Gould y Walter Pyle, y –aunque es sumamente entretenida– no es precisamente
una pieza recomendada para estómagos débiles. Allí se explica
un poco más por qué resultaba tan fácil confundir a una
persona en estado de catalepsia con un cadáver hecho y derecho. En el
libro se puede leer –entre una larguísima plétora de casos
raros– que “durante un estado de letargo o catalepsia, muy frecuentemente
la transpiración emana un olor cadavérico, lo que probablemente
ha contribuido en algunas ocasiones a diagnósticos equivocados de muerte.
Schaper y De Meara relatan casos de personas que han sido acompañadas
de ‘olor cadavérico’ a lo largo de toda su vida”.
Y si a todo esto lo condimentamos con que la morgue refrigerada no es precisamente
un invento antiguo, se entiende la urgencia de enterrar al muerto (presunto
muerto en el caso del cataléptico) lo antes posible. Con lo que algunas
ficciones de terror dejan de ser historias, aunque continúan siendo terroríficas.
De todos modos, si no se quiere dejar de lado la literatura, vale anotar que
la catalepsia es un recurso al que han recurrido con frecuencia Poe, Conan Doyle,
Dumas, Tennyson y Eliot, entre otros (ver recuadro). En el didáctico
libro de Gould y Pyle se explica que los episodios de catalepsia o “estado
de trance” pueden durar entre unas pocas horas a varios años. Y
enumera docenas de casos extraídos de la bibliografía médica
de los siglos XVIII y XIX. Un caso típico descripto en la obra es el
de un soldado español, de 22 años, confinado en el antiguo hospital
militar de San Ambrosio, en Cuba. El hombre estuvo en estado cataléptico
por un lapso de 14 meses. Ocasionalmente estornudaba o tosía y murmuraba
algunas palabras. Se anotó en su hoja clínica que algunos meses
antes de este episodio de trance, el paciente había sido herido y sufría
una extrema depresión que se atribuyó a la nostalgia por su patria.
Luego comenzó a desarrollar ataques catalépticos intermitentes
y temporales, que culminaron en el episodio de 14 meses de inmovilidad.
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